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Mas, así que se descubrió la hija
de la mañana, Eso de rosáceos dedos, los llamé a junta y les dije estas
razones:
—Quedaos aquí, mis fieles amigos,
y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres
son aquéllos; si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y
temerosos de las deidades.
Cuando así hube hablado subí a la
nave y ordené a los compañeros que me siguieran y desataran las amarras. Ellos
se embarcaron al instante y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a
batir con los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a dicha tierra,
que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una
excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella reposaban muchos
hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta cerca labrada con
piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí
moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos
de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos, ocupaba su
ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los
hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se
presentase aislada de las demás cumbres.
Entonces ordené a mis fieles
compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y juntos
echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino que me
había dado Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de
Ismaro; porque, respetándole, lo salvamos con su mujer e hijos que vivían en un
espeso bosque consagrado a Febo Apolo. Hízome Marón ricos dones, pues me regaló
siete talentos de oro bien labrado, una cratera de plata y doce ánforas de un
vino dulce y puro, bebida de dioses, que no conocían sus siervos ni sus
esclavas, sino tan sólo él, su esposa y una despensera. Cuando bebían este rojo
licor, dulce como la miel, echaban una copa del mismo veinte de agua; y de la
cratera salía un olor tan suave y divinal, que no sin pena se hubiese
renunciado a saborearlo. De este vino llevaba un gran odre completamente lleno
y además viandas en un zurrón; pues ya desde el primer instante se figuró mi
ánimo generoso que se nos presentaría un hombre dotado de extraordinaria
fuerza, salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes.
Pronto llegamos a la gruta; mas
no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y nos
pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas; había zarzos
cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos, hallándose
encerrado, separadamente los mayores, los medianos y los recentales; y goteaba
el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que se servía para
ordeñar. Los compañeros empezaron a suplicarme que nos apoderásemos de algunos
quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando prestamente de los establos los
cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave, surcáramos de nuevo
el salobre mar. Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor hubiera sido seguir su
consejo- con el propósito de ver a aquél y probar si me ofrecería los dones de
la hospitalidad. Pero su venida no había de serles grata a mis compañeros.
Encendimos fuego, ofrecimos un
sacrificio a los dioses, t
omamos algunos quesos, comimos, y le aguardamos,
sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga de
leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con tal
estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo
más hondo de la misma. Luego metió en el espacioso antro todas las pingües
ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta, dentro del recinto de altas
paredes, los carneros y los bucos. Después cerró la puerta con un pedrejón
grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo
veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco que
colocó a la entrada! Sentóse enseguida, ordeñó las ovejas y las baladoras
cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. A la hora,
haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la amontonó en canastillos de
mimbre, y vertió la restante en unos vasos para bebérsela y así le serviría de
cena...Acabadas con prontitud tales
faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:
—¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois?
¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o
andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su
vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?
Así dijo. Nos quebraba el corazón
el temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con todo
eso, le respondí de esta manera:
—Somos aqueos a quienes
extraviaron, al salir de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el
gran abismo del mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra
ruta, por otros caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos
preciamos de ser guerreros de Agamemnón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo
del cielo -¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho
perecer!-, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los
dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre
los huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente; que nosotros somos
ahora tus suplicantes. Y a suplicante y forasteros los venga Zeus hospitalario,
el cual acompaña a los venerandos huéspedes.
Así le hablé; y respondióme en
seguida con ánimo cruel:
—¡Oh forastero! Eres un simple o
vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme
de su cólera: que los ciclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de
los bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos; y yo no te
perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad de Zeus, si mi
ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué sitio, al venir, dejaste la bien
construida embarcación: si fue, por ventura, en lo más apartado de la playa o
en un paraje cercano, a fin de que yo lo sepa.
Así dijo para tentarme. Pero su
intención no me pasó inadvertida a mí que sé tanto, y de nuevo le hablé con
engañosas palabras:
—Poseidón, que sacude la tierra,
rompió mi nave llevándola a un promontorio y estrellándola contra las rocas en
los confines de vuestra tierra, el viento que soplaba del ponto se la llevó y
pudiera librarme, junto con éstos, de una muerte terrible.
Así le dije. El ciclope, con
ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano a los
compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojólos a tierra con
tamaña violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado
despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como montaraz
león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos.
Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos,
alzando nuestras manos a Zeus; pues la desesperación se había señoreado de
nuestro ánimo. El ciclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre,
devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta
tendiéndose en medio de las ovejas.
Entonces formé en mi magnánimo
corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda espada que colgaba
de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo
previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido
allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el
grave pedrejón que el Ciclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros,
aguardamos que apareciera la divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de la
mañana, Eos de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas
ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con
prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se
aparejó el almuerzo.
En acabando de comer sacó de la
cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la
puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un caraj
le pusiera su tapa.
Mientras el Ciclope aguijaba con
gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando
siniestras trazas, por si de algún modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara
la victoria.
Al fin parecióme que la mejor
resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran
clava de olivo verde, que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se
secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y
ancho bajel de transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo
del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó a la vista. Acerquéme a ella y
corté una estaca como de una braza, que di a los compañeros, mandándoles que la
puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí,
pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del
abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran
por suerte los que, uniéndose conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y
clavarla en el ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la
suerte a los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté
con ellos formando el quinto.
Por la tarde volvió el Ciclope
con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar en la
espaciosa gruta a todas las pingues reses, sin dejar a ninguna dentro del
recinto; ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró
la puerta con el pedrejón que llevó a pulso, sentóse, ordeñó las ovejas y las
baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito.
Acabadas con prontitud tales
cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena.
Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le
hablé de esta manera:
—Toma, Ciclope, bebe vino, ya que
comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro
buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de
mi y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel!
¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que existen, si no te
portas como debieras?
Así le dije. Tomó el vino y
bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:
—Dame de buen grado más vino y hazme
saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario con el
cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en
gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone
de ambrosía y néctar.
Así habló, y volví a servirle el
negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando
los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves
palabras:
—¡Ciclope! Preguntas cual es mi
nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me
has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis
compañeros todos.
Así le hablé; y enseguida me
respondió con ánimo cruel:
—A Nadie me lo comeré al último,
después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don
hospitalario que te ofrezca.
Dijo, tiróse hacia atrás y cayó
de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo
lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y
eructaba por estar cargado de vino.
Entonces metí la estaca debajo
del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los
compañeros: no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la
estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba
intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad
nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la
aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba.
De la suerte que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío,
otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y
aquél da vueltas continuamente: así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta,
la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente
palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba
ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el
broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría
una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el
ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y
horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente;
mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de
sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su
alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces,
acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la
cueva, le preguntaron qué le angustiaba:
—¿Por qué tan enojado, oh
Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos?
¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te
matan con engaño o con fuerza?
Respondióles desde la cueva el
robusto Polifemo:
—¡Oh, amigos! "Nadie"
me mata con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas
aladas palabras:
—Pues si nadie te hace fuerza, ya
que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus,
pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
Apenas acabaron de hablar, se
fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente
artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que
padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la
entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera
con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!
Mas yo meditaba cómo pudiera
aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la muerte
a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de artificios,
como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin parecióme
la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien alimentados,
hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los labios, los
até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los cuales dormía
el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un hombre y los
otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis compañeros.
Tres carneros llevaban por tanto,
a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas
las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé
agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura
con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la
divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de la
mañana, Eos de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer, y las
hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las tetas
retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que
estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los
pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue
mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el
robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:
—¡Carnero querido! ¿Por qué sales
de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino
que, andando a buen paso pacías el primero las tiernas flores de la hierba,
llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien primero deseaba
volver al establo al caer de la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el
último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un
hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el
vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte.
¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi
furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por el
suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese
despreciable Nadie.
Diciendo así, dejó el carnero y
lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral,
soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas
reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.
Nuestros compañeros se alegraron
de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a
gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las cejas,
les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de
aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre.
Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir
con los remos el espumoso mar.
Y, en estando tan lejos cuanto se
deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces palabras:
—¡Ciclope! No debías emplear tu
gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón indefenso.
Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh cruel, ya que
no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso Zeus y los demás
dioses te han castigado.
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Actividad: Resume en tres pasos
la estrategia usada por Odiseo para escapar del Cíclope.